Le costaba dormirse, según el padre era
normal que eso le pase a su edad, que eran miedos infundados por leyendas
urbanas, que a todos les pasa hasta que te hacés grande. A él no le importaban
los demás, le importaba él. Se esforzaba para dormir sin importar si del miedo
tuviese pesadillas, de la pesadilla te escapás despertando pero de la realidad
no hay salida. No sabía que era peor, si la imaginación de cosas extrañas en su
cabeza o prender el velador y adivinar formas amenazantes en cada sombra. Un
saco podía ser un hombre entero, una mochila en el piso un asesino acurrucado,
una media tirada una víbora desplazándose hasta sus pies. Si prendía la luz
venía el reto así que prefería pensar en cosas lindas para dormirse, pero era
casi imposible.
Antes
del último intento de mantener los ojos abiertos repasaba mentalmente si había
cerrado todo, las ventanas por si entraba un asesino, las puertas por si el
asesino tenía llave de la calle o entraba por la ventana de la cocina o la
pieza de los padres, hasta la puerta del ropero era una amenaza. Pensaba que
dentro del ropero había algo escondido y todas las tardes revisaba entre la
ropa antes del anochecer, sin la luz del día no se atrevía a hacerlo. Sabía que
era una tontería, si no hay un asesino a la tarde seguramente a la noche
tampoco, pero eso lo pensaba por las tardes, apenas empezaba a oscurecer la
duda de que había algo entre la ropa se transformaba en certeza. Al caer el sol lo mandaban a bañarse y sabía
que después vendría lo peor, comer y acostarse. Cómo si las amenazas se
sirvieran de la noche para atacarte o que prefieran comerte después de la cena
y la ducha para comerte bien lleno y sin tanta mugre encima. Lo mejor era poner
una silla frente a la puerta del ropero. No impedía la entrada de monstruos
pero al menos si intentaba salir del ropero se enteraría y podría correr hasta
la habitación de los padres.
Según
le contó un amigo que era todo un estratega y había ideado un sistema muy bueno
de detección, lo mejor era poner juguetes encima de la silla, muchos, así
cuando caen hacen ruido, y tirar mucha ropa en el piso, lo mejor era poner
camperas de las gordas, todas las zapatillas bien desparramadas para cubrir
todo el rango de la pieza y algún que otro pantalón con las piernas abiertas
para que cubra más, eso es bueno, así se le enreda en los pies y se cae para
dar tiempo a huir. Los padres piensan que los chicos lo hacen porque son unos
sucios, desordenados o simplemente vagos. Nunca van a saber que es parte de la
supervivencia en la niñez y se empecinan en acomodar las zapatillas por par
asomando las puntas apenas debajo de la cama y guardar la ropa en cada cajón,
lo que hace que la noche siguiente el que tiene que tomarse el trabajo de
desparramarlo es uno. Si no hacen eso los monstruos abren la puerta del ropero
como si nada y te matan sin darte tiempo a decir ni mu. Él no sabía porque a
alguien a punto de morir atravesado por una garra se le ocurriría decir mu en
vez de auxilio, ayudenmé o simplemente pegar un grito. Tampoco quería
averiguarlo.
De repente vió que del ropero salía una luz y se
escuchaban ruidos de pasos. Se acurrucó contra un rincón, el más alejado,
mientras tanteaba en el piso para no caer enredado en sus propias trampas
cuando el monstruo entre. De repente los pasos se hicieron cada vez más
audibles y se detuvieron del otro lado, vió una sombra que aparecía por debajo
y sintió que el picaporte del ropero se movía. Quedó acurrucado en la punta de
su habitación tapándose la boca para no gritar, sentía que las manos no le
alcanzaban para tapar ese alarido de terror que asomaba y tomó una media y la
colocó en su boca. Un grito ahogado asomó entre ese amasijo de lana que tenía
apretado entre los labios: “Mmu”. Se quedó palido y pensó, es el momento, voy a
morir, al final era cierto y decías mu antes de que te maten. Estaba a punto de
correr cuando escuchó una voz del otro lado del ropero que decía. “Qué hacés
levantado?” “Nada mamá, ya me acuesto”, respondío otra voz. La sombra se alejó
del marco inferior de la puerta y los pasos se alejaron. Espero unos minutos y del otro lado se hizo silencio, se acercó
lentamente esquivando sus propias trampas, miró por la cerradura del ropero y
ahí estaba, los padres le decían que no existían, que era una leyenda urbana,
que adentro del ropero no había nada, pero había y el lo vió. Era real, un
chico de carne y hueso, con un pijama con colores estridentes y amenazadores,
acurrucado en su cama y abrazando un oso, seguramente esperando el momento para
atacarlo, mientras él dormía.
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